Extrañando a Kissinger

Cuentos hay muchos, pero los que tienen a un mago que convierte las latas vacías en dinero para vivir, hombres que se depilan por completo todo el cuerpo por una mujer, jóvenes con el poder de detener a las personas con sólo decirlo o el hombre con más paciencia del mundo; son los que escribe el israelí Etgar Keret.

Cuentos hay muchos, pero los que tienen a un mago que convierte las latas vacías en dinero para vivir, hombres que se depilan por completo todo el cuerpo por una mujer, jóvenes con el poder de detener a las personas con sólo decirlo o el hombre con más paciencia del mundo; son los que escribe el israelí Etgar Keret.

Keret nos deja ver en sus cuentos que las situaciones de la vida diaria no son tan cotidianas e insignificantes como uno cree, cuentos que van desde el humor negro hasta el surrealismo, son los que llenan estas páginas de una entretenida lectura. Muchos han servido de inspiración o motivo para llevarlos a las pantallas, como cortos o películas. A mi me han servido de inspiración para compartirlos y aquí una probada.

Extrañando a Kissinger
Etgar Keret
Sexto Piso
Segunda Edición
ISBN: 978-607-7781-00-4

¡DETÉNGANSE!

De repente pude hacerlo. Decía en la calle, «¡Deténganse!», y todos se paraban, así sin más, allí en medio. Los coches se detenían, las bicicletas, y hasta las motos esas de los mensajeros clavaban los frenos. Entonces me paseaba entre todos buscando a las chicas más guapas. Les decía que dejaran las bolsas en el suelo, o las hacía bajar de un autobús, y después las llevaba a mi casa y me las cogía hasta que salía humo. Era fabuloso, sencillamente dabuten. «¡Deténganse!», «¡Tú, ven aquí!», «¡Échate en la cama!». Y después: pim, pam, ¡fuera! Las chicas que pasaban por mi casa eran verdadera carne de revista, me sentía de fábula, como un rey. Hasta que mi madre empezó a entrometerse.

Mi madre dijo que estaba bastante enojada por toda esa historia. Y yo le contesté que no había nada por lo que enojarse. Yo le decía a las chicas que vinieran, y ellas accedían; no es que las violara ni nada parecido. A lo que mi madre dijo:

—No, no, Dios nos libre. Sólo que hay algo en todo este asunto que resulta muy poco humano. Turbio. No sé cómo explicártelo, pero tengo la corazonada de que no estableces ninguna relación con esas chicas.

Entonces le dije a mi madre que se podía guardar esa corazonada para sí misma. Le dije que hiciera lo que le diera la gana y que me dejara hacer a mí lo que yo quisiera. Grité «¡Deténganse!» y la dejé en medio de la calle Reines bajo una lluvia torrencial. Estaba muy enojado por el hecho de que se metiera en mi vida.

Desde entonces ya no fue lo mismo. De repente me molestaba lo que ella había dicho, que no establecía ningún tipo de relación. Seguía cogiéndomelas, pero como no sentía que nos uniera ningún vínculo, todo se estropeó. Al principio creí que era porque no decían nada. Así que les decía a las chicas «A ver, di algo». Y ellas decían de todo: imitaban a Mickey Mouse, a los políticos o hacían el ruido de un martillo neumático. Pero resultó una pesadilla, una verdadera pesadilla. Al final tuve que decirles yo lo que quería que hicieran, pero literalmente. «Ah, ah», «Qué-bien-qué-bien», «Más deprisa», y cosas por el estilo. Y ellas lo repetían durante el sexo, pero siempre con mi entonación.

—Ay, ay, no pares, por favor, que ya me estoy viniendo— decían, tendidas boca arriba con una mirada vidriosa en los ojos.

Sabía que mentían y eso me irritaba tanto que hubiera sido capaz de estrangularlas.

—Si no sientes lo que dices, no lo digas— les gritaba, y después ya no se me paraba; era realmente deprimente.

Pero finalmente conseguí entender qué era lo que me había jodido el invento. Mi problema era que me empeñaba en especificar demasiado. Llegado un momento se me ocurrió que podía ser eso, y entonces me puse a decirles cosas más generales, como «Aparenta que estás disfrutando mucho», y cuando me empezaba a molestar la sensación de que ya sonaban muy falsas, me limitaba a decirles «Disfruta». Entonces resultó increíble, simple y llanamente increíble. Ellas chillaban. Me arañaban la espalda. Me decían «Eres el mejor». ¿Se lo pueden imaginar? Modelos, azafatas de vuelo, conductoras de los programas radiofónicos de altas horas de la noche de la emisora del ejército, en mi cama, diciéndome que era maravilloso.

Sólo que entonces empezó a molestarme el hecho de que se vinieran conmigo sólo porque yo se los decía. Me dio como un latigazo en el cerebro y me cayó como un mazazo. Pasaba yo por la calle Reines esquina con Gordon. Mi madre todavía seguía con la misma expresión de disculpa en la cara, exactamente donde yo la había dejado, y de repente lo comprendí: aquello no tenía sentido. Nunca lo tendría. Porque de aquellas chicas, ninguna, pero ninguna de ellas me apreciaba en verdad. No había ninguna que me quisiera por lo que realmente soy. Y si no se acercaban a mí por mi carácter, aquello, sencillamente, no tenía ningún sentido.

Desde ese momento lo fui dejando y empecé a ligar con las chicas como una persona normal. Me fue de la chingada, un fiasco, y pasé por una temporada horrible. Chicas a las que hubiera podido cogerme en plena calle empujándolas contra un buzón de correos, se negaban, de pronto, a darme su número de teléfono. Empezaron a decirme cosas como que me apestaba la boca, que no les resultaba atractivo o que tenían novio. Era desesperante, una verdadera chingadera. Pero tantas eran mis ansias por mantener una relación verdadera, que por muy grande que era la tentación de volver al sexo de antes, no me dejé vencer por ella.

Después de tres meses de verdadera tortura me encontré en la calle Ibn Gabirol a la explosiva modelo esa de la sidra. Intenté hablar con ella, me esforcé por ser gracioso, la perseguí con un ramo de flores, pero ella ni siquiera volteó a verme. Al lado de Gan Ha-Ir la esperaba un Mazda sport con un modelo que anuncia unos aperitivos. Ella estaba a punto de marcharse con él. Como yo no sabía qué hacer, sin tan siquiera darme cuenta grité «¡Deténganse!», y ella se detuvo. Todos se detuvieron. Miré a todas las personas que se habían quedado petrificadas a mi alrededor. Y ella, que era tan guapa como en los anuncios. No sabía qué hacer. Por un lado no podía, simplemente no podía dejarla ir. Por el otro, deseaba que si iba a estar conmigo fuera exclusivamente por mi carácter, por mi forma interior de ser, y no por una orden. Y entonces se me ocurrió la solución. Fue una auténtica revelación. La tomé de la mano, le miré a los ojos y le dije:

—Ámame por mi carácter, por lo que de verdad soy.

Después de eso me la lleve a casa y me la cogí como un loco. Ella chilló, me arañó la espalda y me dijo:

—¡Házmelo, ay, sí, házmelo otra vez!

Me amó, llegó a amarme tanto… Y no sin motivo, sino por lo que soy de verdad.

Extrañando a Kissinger
Etgar Keret
Sexto Piso
Segunda Edición
ISBN: 978-607-7781-00-4

Y si eso no les bastó, aquí el trailer de la película $9.99 que está basada en los cuentos de Etgar Keret, si tienen la oportunidad véanla, van a querer leerlos después.

2 opiniones en “Extrañando a Kissinger”

  1. ¡ Excelentísimo, bravo!, me gusto muchísimo, es muy cierto, algunas madres son muy posesivas, pero las rutas para resolver las intimidades es mejor hacerlo solo, los mazda sport se incendian solo, vehículos con mal carácter, si cuando sale con una mujer y se para y ella esta detenida en el tiempo, lo mejor es bajarse del lecho e ir en busca de otra ya que para llegar a los cielos y al infierno para morir en la entrega, se requiere de dos en armonía, concentración que le lleva a la felicidad, al éxtasis de todas las emociones y completar el clímax a satisfacción y experimentar la muere.

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